Duelo por la pérdida de la pareja

Los procesos de duelo son siempre difíciles y dolorosos, pareciera que uno no puede encontrar atajos para hacerlo más corto, lo que aumenta el nivel de angustia en la persona que atraviesa este desierto emocional.

Sin embargo, el modo en que la persona se enfrente a la pérdida y la posición que decida adoptar, puede dificultar o facilitar la superación de las etapas del duelo.

En este sentido, la tendencia a aferrarse ralentiza e incluso impide el paso a la despedida.

La pérdida de la pareja resulta en cualquier caso un momento vital estresante y un punto de inflexión en la vida donde es necesario aprender a desprenderse, a decir adiós, a pasar página de una forma contundente para poder regresar a un estado de bienestar saludable y completo desde el que poder alzar de nuevo el vuelo.

Vivimos en un contexto donde los mandatos culturales invitan a la posesión, a la acumulación de trofeos, objetos, recuerdos y sensaciones, de hecho uno de los mayores retos a los que nos enfrentamos es precisamente la aceptación de la pérdida en el más amplio sentido de la palabra.

Este aferrarse impide un ir y venir natural, propio del ciclo de la vida donde todo empieza y acaba, nace y muere, crece y decrece, se expande y se retrae, colocándonos en posiciones rígidas donde agarramos con fuerza los recuerdos de aquello que ya terminó en un afán por no perderlo todo, al fin y al cabo, en un lugar desde donde no podemos soltar y dejar ir.

Es cierto que hay momentos en los que paseamos por la vida y de pronto encontramos justo aquella prenda, aquel vestido que nos sienta como un guante, como si hubiese sido tejido exclusivamente para nosotros y es justo ahí cuando nos identificamos con él y no lo soltamos, lo vestimos con orgullo luciendo una estampa perfecta día tras día.

Y ese vestido colorido, ajustado, adecuado y en sintonía con nosotros comienza a desgastarse, a romperse, a arreglarse, a reajustarse, a perder sus tonos, su holgura y su calidad y aun así lo seguimos vistiendo con cariño y por costumbre, aferrados a él como un tesoro que fue perdiendo con el tiempo su valor original.

Ese vestido que en su día fue el más precioso y preciado y nos sirvió, hoy no nos sienta tan bien, nos empeñamos en que siga ahí guardado en el armario por si algún día encontramos un lugar para él, un uso, o simplemente un recuerdo del que no sabemos desprendernos.

Sacarlo del armario, despedirse de él, tomar conciencia de que forma parte del pasado con el que ya no nos identificamos y decirle adiós, adiós para siempre será el paso a dar cuando aceptemos su pérdida.

Guardar vestidos viejos no sólo nos detiene en el proceso de crecer sino que terminan ocupando el lugar que corresponde a lo nuevo.

Aferrarse al pasado, a lo ya vivido, a los recuerdos es siempre un intento de mantener vivo, al menos en la mente, lo que en la realidad ya pereció. En un afán desesperado por no despedirse el ser humano es capaz de quedarse anclado y conformarse con la reexperimentación de las sensaciones que quedaron grabadas a un nivel muy profundo, el del vínculo afectivo y por qué no, también adictivo, que nos instala en un lugar de permanencia y no de avance.

Si hay algo que define la tendencia a la melancolía y a la tristeza es precisamente el quedarse atado a los recuerdos del pasado, un ejercicio de enganche emocional que suele acompañarse de un suspiro profundo de lo que se perdió y ya no está, exponiéndose casi sin darse cuenta el deseo de permanencia de lo ya vivido y experimentando una y otra vez un sentimiento de frustración por no poder cumplirlo.

Y es que, como en casi todo, lo que terminó, quienes se fueron, lo que se perdió, deja de estar en nuestra mano, perdimos el control sobre su presencia y no podemos por voluntad propia recuperarlo, si acaso aceptarlo y dejarlo marchar con el mismo cariño que un día pudimos acogerlo en nuestra vida.

Sólo sabemos que dejamos que se vaya y soltamos cuando a su vez podemos dejar de desear su regreso, justo en ese instante en que desaparecen las fantasías de reconciliación, de unión, de regreso mágico al pasado, podemos sentir que ese hilo invisible que nos mantenía atados pudo romperse y entonces emprendemos el camino hacia una nueva etapa con menos carga, ligeros del equipaje sobrante, libres.

Decir adiós requiere un complejo proceso de puesta en marcha de recursos personales de naturaleza emocional. No se trata simplemente de un proceso racional o lógico donde encontramos motivos para la despedida sino que precisa de una profunda toma de conciencia acerca del dolor de la pérdida y de la necesidad de reconciliarse con el otro y con uno mismo, de regocijarse con los regalos que pudimos darnos mutuamente y aceptar los daños que quizá también nos generamos como una oportunidad de aprendizaje y de crecimiento para nuevos encuentros y relaciones.

En el proceso de duelo la última etapa se dibuja como una oportunidad para despedirse y atreverse a generar un cambio vital en busca de un crecimiento personal que nos coloque en otro lugar, un nivel mayor de conciencia donde podamos abrirnos a lo nuevo sin lastres y con un gran aprendizaje vital bien digerido.

Solo ligeros de equipaje podremos alzar de nuevo el vuelo, sin cargas ni asuntos pendientes, como el Ave Fénix, resurgiendo de las cenizas con la fuerza de un nuevo nacimiento.

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